jueves, 23 de octubre de 2008

Mil novecientos ochenta y cinco

Siempre estaba sentada en su vieja silla de madera. Mil inviernos vio pasar, y su marchito abrigo raído y el calor de las castañas la protegían del frío cruel. Nunca hablaba. Vio niños hacerse hombres, contempló solares erguirse en orgullosos edificios, tan impensables en su niñez como ahora reales. No pudo ver su pelo tornarse gris, en la calle no había espejos. Tampoco pudo ver su sonrisa caer cuando un mal recuerdo la rondaba o levantarse cuando la insignificancia más grande llamaba su atención, cosa que raras veces ocurría. Nadie le dirigía la palabra, pero todos sabían que estaba allí. Si algún día faltaba, el escenario se antojaba ajeno, carente del color primario. Pero ella nunca faltaba. Siempre estaba sentada en su vieja silla de madera. Asumió que el tiempo no es eterno, que igual que cura y cicatriza heridas, te arrebata promesas y proyectos que un día se convirtieron en realidad tangible. Aprendió que la vida no se queda para todos, que arranca las raíces más profundamente arraigadas, y que la salud no se alía con nadie ni tiene favoritos. Dominó el arte de la resignación, y llegó a la conclusión de que su única pertenencia era una silla de madera.

Un día se agachó a recoger su pañuelo del suelo y se fundió con la tierra para nunca volver. Y los niños siguieron haciéndose hombres, los inviernos continuaron sucediéndose y las castañas dando calor.

1 comentario:

RUTH dijo...

Tienes una voz preciosa...