En aquel preciso instante supe que mi vida había cambiado para siempre. No volverían las ruedas que pisaban carreteras hacia días grises de abrigos, calados hasta los huesos. Intimidaría a mi habitación con lamentos que rebotarían en las paredes, que reverberarían en cada esquina de una piel que ya no me interesaba vender. Atropellaría las distancias para que siempre hubiera barreras entre los demás y yo, porque sí, porque así estaba escrito desde el día que tomé aire, desde el momento que supe que tenía un nombre y una voz. Una voz que a veces usé para reconducir situaciones imposibles y otras para armonizar posturas irreconciliables.
En aquel preciso instante supe que algo se apagaba para siempre, que una llama así jamás volvería a tomar aire. Cerré los ojos e inventé mil salidas, consuelos bajo la manga del jersey que pensé que nunca más necesitaría porque había llegado a casa. Hasta que me di cuenta de que "casa" no existe, es más bien una caravana que va de aquí para allá, sin rumbo fijo, sobre un hilo fino y frágil que no entiende de nombres, de actos, de regalos, de grandezas...
En aquel preciso instante supe que había perdido todo aquello para siempre, como se va poco a poco la juventud, delimitada por cifras absurdas enmarcadas en días absurdos que celebramos con uva y champán. Comprendí que la mirada no es eterna, que unos ojos, sean del color que sean, pueden mudar la piel con sólo un chasquido o un cruce inoportuno, con una palabra mal dicha o una decepción envuelta en falta de cordura. Me conté mil cuentos, me reinventé, me parí y me eduqué hasta creer mis propias falacias, hasta hacerme grande, tan grande que mi sombra convirtió el día en noche, pero sólo yo necesitaba las farolas, porque los demás respiraban realidad. La jota y la a formaban ja, y yo no comprendía por qué había que contar chistes. "¿Por qué?", preguntaba a mis farolas. "¿Por qué, si ya no tengo ganas de ponerme la chaqueta? Si, por no hacer, ni siquiera me quiero encontrar por no tener que buscarme..."
Aprendí el sentido de las plegarias, el sinsentido de esperar algo de ellas. Intenté cantar, tocar, salir, entrar, bailar, beber, fumar, jugar, odiar, querer...
Y todo me acabó llevando al mismo lugar.
A aquel preciso instante.
El instante en el que el Cowboy me quitó a la chica.
2 comentarios:
Ay...la vida del artista que dura...
Bueno, pero Rocco Sifredi ni canta, ni toca la guitarra también como tú.
Sólo tiene un valor.
Un fuerte abrazo
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