
¿Existe algo más bonito en esta vida que un bar? Bueno, vale, el mar, un amanecer, el canto de un pajarillo... Naaaaah, estoy de coña. Por supuesto, lo más bonito que hay en esta vida es un bar. Ahí, con sus tiradores sexys, sus botellitas cual sirenas... Basta, que me pierdo. Todo ser razonable admite que lo más bello de esta perra vida es un bar, sí. Pero lo aceptamos en la medida de lo conveniente y normal. Extrapolar esa pasión a situaciones en las que no pega un bar se llama alcoholismo. Que dejas a tu mujer y a tus hijos y te pasas toda la tarde en el bar... bueno, vale, tiene un pase. Que en vez de ir a trabajar te pasas la mañana en la barra... bueeeeeeeeeeeeeeeno, no pasa nada, quién no lo ha hecho alguna vez.
Entrar en un bar, sentarse en la barra y pedirse un café, todo esto con un cuchillo de quince centímetros clavado en el pecho, ya empieza a salirse de lo que entendemos como normal, normal. A ver, que es verdad que el café entra bien a todas horas, si no te digo yo que no. ¿Quién no ha desvirgado de café a cada una de las veinticuatro horas que componen el día a lo largo de su vida al menos una vez? Que si tengo un examen, que si para no dormir la siesta, que si vengo de juerga y ya tengo que empalmar (¿quién ha dicho empalmar?)... etc. En suma, toda una amplia gama de horas y situaciones en las que uno va y pone la cafetera o pide el famosísimo "manchado" con su minúsculo -minusculísimo- sobrecito de azúcar -no te vas a morir en la miseria si me das más azúcar, maldito tacaño cabrón-. Tacillín -no sabemos su nombre real-, señor de cincuenta y dos años de Michigan, Estados Unidos, es un hombre muy tranquilo y al que le gusta mucho el café, eso podemos tenerlo claro. Resulta que el buen hombre iba paseando por la calle e intentaron robarle a punta de cuchillo. Tacillín, que tiene muchos cojones, se negó a darle el dinero a su atracador, y se ve que a este el acto de insubordinación no debió sentarle muy bien, porque dijo: "Pues ahora te clavo el cuchillo", y clavó, clavó. Quince centímetros nada más y nada menos de hoja clavó Pablito. Tacillín, llegados a este punto, tenía dos opciones: perder los nervios y dejar que el pánico hiciera presa de él o tomarse las cosas con un poco de tranquilidad. Y optó por lo segundo, porque si no, no estaría en mi blog, claro. Llamó al 911, informó de lo ocurrido y entro en un bar a tomar tranquilamente un café con su cuchillito clavado mientras llegaba la asistenica. A eso se le llama "hacer tiempo", para que os enteréis, maricones, que luego os sale un padrastro de mierda y ya estáis: "Ay, qué me duele, qué me duele". Si Tacillín os viera... Una buena mili es lo que os hace falta, panda de julandrones. Los cojones de Tacillín son más gordos que los del caballo del espartero, porque encima, al parecer, le dio conversación al señor que tenía sentado al lado -"¿Ganará la liga el Madrid o el Barça? ¿Usté qué piensa u opina?"-.
Bien. Lo mejor de esta historia es el nombre del empleado del bar que ha declarado todo esto que os he contado de darle charla al cliente de al lado y tal y tal. George Mirdita. Manda cojones. Pero vamos a ver, ¿cómo puedes caminar con la cabeza alta por la calle llamándote George Mirdita? ¿Tú no has visto el capítulo ese de Los Simpson? Tío, ve al registro y ponte Max Power YA, que tu nivel de vida va a subir como la espuma. Es que me lo imagino en la cola de espera del médico, y esa POBRE RECEPCIONISTA, teniendo que decir a grito pelao, con su micro ahí, sin poder descojonarse ni un sólo segundo porque quedaría mal: "Señor Mirdita, George Mirdita, entre a consulta". Por Dios, hombre, que luego esa mujer tiene que volver a su casa y alimentar a sus hijos. Un poco de respeto por la humanidad, Mirdita. ¡¡¡Un poco de respeto!!!
Tacillín, mediante este acto de valentía y honor, ha abierto la puerta de la tranqulidad a su pobre madre, que por fin comprende un suceso acaecido allá por el año mil novecientos sesenta. Una mañana escalofriante, cuando Tacillín contaba tan sólo dos años, se presentó ante su madre, que cosía tranquilamente en el salón mientras escuchaba a Camilo Sesto en su pequeño y humilde hogar de Michigan, con la mesita del comedor incrustrada en la frente y emanando sangre a borbotones de manera dantesca, y, ante el estupor de la señora, el pequeño Tacillín dijo, en perfecto castellano -en castellano, sí, este es mi blog, ¿qué pasa?-: "Mamá, bibi". Obviamente, ni bibi ni cojones, Tacillín fue llevado a urgencias inmediatamente para que se le extrajera la mesilla de la frente. Nunca llegó la madre a comprender el porqué de un suceso como este hasta el día de hoy.
Tranquila, señora Tacillin, ya puede respirar en paz: su hijo es más chulo que un ocho y ya está.
N. de la R: Pido perdón por la foto, pero Tacillín es Tacillín y no hay que pretender cambiarle.
1 comentario:
jajajaja!!!! por dios que foto!!! que foto!!! casi o mejor que la noticia jajajaja
uf, yo aun no me lo puedo explicar, increible, eso si es ser un macho, pero macho macho!! ya sabes eh...
guapo!!!
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